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¿Por qué los jamaicanos corren tan rápido? Parte 3: Love & Unity

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Arriba: Roy Shirley, Phyllis Dillon, Alton Ellis, Peter Tosh, Rita y Bob Marley. Abajo: Lynn Taitt, Lee Perry y Jackie Mittoo.

Rocksteady Revenge I: Amor

Estoy en La Nabe de Barañain pinchando discos, como si estuviera en casa. Rodeado de amigos, medio borracho y encestando mi siete pulgadas del ‘Rockfort Rock’ de Sound Dimension sobre el centrador metálico que hay colocado en el tocadiscos. Me gusta reservar esta canción para el tramo final de una sesión, cuando uno ya ha cogido confianza a los platos y la gente se ve ciega y feliz. Principalmente, porque es un temazo. Pero también porque provoca dos momentos mágicos que se repiten en cualquier pinchada de oldies jamaicanos. Primero, la justificada euforia colectiva que produce su principio. El redoble de batería y la línea de bajo que se clava en la nuca misma de la pista de baile, y la frase de vientos que viene a continuación, que todo el mundo conoce y que todo el mundo corea. “Na-na-na-na-na-na-na-na-naa-naaaaaa”. El segundo instante de magia se produce en la parte central, en el mismo momento en que remiten los vientos, y el bajo y la batería (los graves, el ritmo) se convierten en protagonistas. Hay décadas de evolución estilística de la música negra (y por extensión, de la jamaicana y de la música de baile) resumidas en este impasse.

Pero lo realmente importante en esta escena es la reacción que la música produce en el público. Los skinetos, siempre ocupando las primeras filas, agitando sus cervezas al aire y coreando el estribillo de esta maravillosa instrumental a base de “na-na-nas”. El grito coral y primitivo. La atmósfera cargada de humo de este sitio -este almacén reconvertido en centro social, estudio de grabación y sala de fiestas-, que ha reverberado cuando la mayoría ha identificado la canción. Y un poco más tarde, los cuerpos de todos los presentes contoneándose bajo el influjo hipnótico del ritmo de bajo y batería de esa parte central. La misma jungla musical jamaicana, que nos acaba de convertir en partícipes minúsculos de su magnífica historia. Y, desde luego, el poder de la música a secas, que nos hace olvidarnos por un rato de las preocupaciones, nos libera y nos convierte en engranajes de esta masa humana, móvil y ondulada, que ha creado el ritmo.

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Los dos amigos. Ruling the dancehall! Foto: Xabier Apestegui

Entre todos los que bailan observo a mi amigo Iosu, uno de los anfitriones de la fiesta. Tiene los ojos bien abiertos y una sonrisa que no le cabe en la cara. Cosa que me pone muy feliz, claro. Al fin y al cabo, él es principal responsable de todo esto que está pasando. De este fiestón, por supuesto. Porque La Nabe es el lugar donde él y sus amigos pasan sus ratos libres, hacen música (¡The Sustraians!) y organizan guateques como este. Pero también, culpable de que yo esté aquí subido, pinchando los cuatro discos de mi colección de siete pulgadas jamaicanos y, en última instancia, agitador de este mismo texto, de que un día me sentara frente al ordenador y dedicara una parte sustancial de mi tiempo a escribir sobre música jamaicana.

Lo que me lleva a aquellos domingos de resaca en el salón de nuestro piso de estudiantes de Matiko, en Bilbao. Iosu sacaba su radio cubierta de pintura naranja, extendía su antena metálica y sintonizaba Bilbo Goes Ska en el 107.5 de Irola Irratia. Entonces no lo sabíamos, claro, pero aquellas fueron algunas de nuestras primeras clases de Jamaica y aquel primer CD de los Skatalites que mi amigo trajo a casa, nuestro primer libro de texto. No recuerdo la recopilación concreta, pero ahí estaban todos los melocotonazos que nos iban a volver locos. ‘Latin Goes Ska’, ‘Corner Store’, ‘Musical Store Room’, ‘Garden Of Love’, ‘Eastern Standard Time’… Aquellas fueron nuestras primeras lecciones. Esos ritmos calientes comandados por vientos y melodías (que ya nunca abandonarían nuestras cabecitas) fueron nuestra educación. Y los bailes en casa o en nuestros primeros conciertos de ska, las primeras escenas de nuestra militancia reggae. Ahora lo veo claro. Y si vosotros miráis de cerca esas escenas, veréis un gusano trepar por nuestros cuerpos. Una lombriz que en su reptar por nuestras cabecitas va acabar convertida en bicho; en culebra transmisora de grave enfermedad, como aquel gusano que se metía por la nariz del adicto a la cocaína en los viejos anuncios de la FAD.

Pero hay muchas más imágenes de Iosu que me pasan por la cabeza y que, dadas las laxas leyes de Crypta con respecto a la extensión de los textos, no me resisto a contar. Como la vez que  tostó un DVD con no sé cuántas cajas de Trojan recién descargadas del Emule y me prometió que no saldría de casa hasta escucharlas todas. O esa indescriptible satisfacción que desprendía cuando descubrió el ‘Jungle Lion’ de Lee Perry. Aquella canción acabó siendo la sintonía del programa de radio que llevaba a medias con nuestro amigo Illán y, por el camino, también se convirtió en un mantra, en una canción para el equipo, en el himno oficial de los amigos de aquellos años mozos, de la cuadrilla, de nuestra patria imaginaria. Pero recuerdo todavía con más claridad el verano que pasó con Juan y conmigo en Cardiff. Iosu llegó a nuestra casa de Sapphire Street con el teclado del Ableton recién comprado, tolerancia de sobra para escuchar dos compases de una canción en bucle durante una tarde entera y una bonita obsesión por la obra y la figura de Lee Perry. Aquel estío británico de cielos nublados, pintas de cerveza y porros de marihuana todavía está guardado en las canciones que trajo en la mochila. El ‘I Don’t Know Why’ original de Delroy Wilson, un rocksteady de Studio One (cuya instrumental se conoce como ‘Movie Star Riddim’) que Big Hozone acababa de samplear para Toteking en la canción ‘Ni De Ellos Ni De Ellas’ (versión de Jennifer Lara mediante). La revisión que Slim Smith y Doreen Schaffer hicieron de ‘The Vow’, un reggae tan rápido que, ignorante de mí, entonces clasificaba como ska. Y, sobre todo, el ‘Satisfaction’ de Carl Dawkins. Un minuto y cuarenta y tres segundos que siempre se hacían cortos. Un bajo con el volumen a tope, una guitarra segando acordes, una batería mínima y Mr. Dawkins comiéndose el micrófono, pegando mordiscos a nuestros estómagos vacíos. Hablando de este mundo de mierda y de su determinación. Porque lo que quería Carl era traer paz y amor, y sabía que lo iba a conseguir, que aquello estaba en algún lugar esperándole. El tío llevaba el pecho cargado de fe y su voz confirmaba que la cosa iba en serio. Como lo nuestro con Jamaica.

Sé que no tienen por qué interesar a nadie, pero todos esos momentos son importantes para este texto. Porque primero fue Iosu narrando las peripecias de Lee Perry que había leído en alguna web, que había escuchado en algún bar o que directamente se había inventado y, luego, vinieron la obsesión, la pantalla de ordenador, el cuaderno de notas y el frenético tecleo. Y mi amigo siempre en mi cabeza mientras las ideas tomaban forma de sujetos, verbos y predicados. Porque, cuando la fiebre por la música jamaicana me pegó tan fuerte que abandoné todo para transcribir dos años de su historia, Iosu pasó a ser ese lector que todo buen periodista dibuja en su cabeza mientras escribe un texto. Ese tipo escrupuloso y un poco hijo de puta que no para de poner pegas mientras escribes. “¿Estás seguro de eso que acabas de soltar?”. “¿Has contrastado ese dato?”. “¿En serio vas a utilizar ese verbo?”. “¿De verdad crees que esa canción es tan buena?”. El rocksteady era mi enfermedad y mi trabajo, y mi buen amigo Iosu, mi demiurgo. Sentía como bostezaba cuando me ponía aburrido, como resoplaba cuando era pedante, como vomitaba si me salía algo ñoño y también como se reía a carcajadas, claro. Porque él me enseñó a contar estas historias como si fueran un chiste y porque, hablando en plata, la Jamaica de los años 60 era una puta comedia. El resultado fue un libro, responsable de que ahora está aquí dando la chapa, del que me siento muy orgulloso y que me ha permitido, entre otras cosas, conocer a mucha gente que comparte conmigo esta enfermedad de la que os hablo, pinchar discos en fiestones como la Rocksteady Revenge y proponer a Crypta Mag un especial jamaiquino que va a tardar más de dos años en escribirse.

Lo que quiero expresar es que lo mío con el rocksteady fue (es) muy fuerte. No tengo ni un mililitro de tinta impresa en mi piel, pero tengo esa palabra -“rocksteady”- tatuada con letras bien grandes en algún lugar bien profundo.  Porque, aunque no lo supiera hasta mucho después, cuando escribía sobre esta música (la más bonita de cuantas se han dado en toda la historia del planeta Tierra), no solo trataba de huir de la época jodida en que estaba inmerso, sino que también trataba de regresar a otra que me quedaba, espacial y temporalmente, muy lejana. Redactaba dando sonoras hostias al teclado sobre el maestro Lynn Taitt y sobre las canciones que escuchaba compulsivamente, pero en mi subconsciente habitaban mi familia, mis amigos y la música que compartimos, los conocimientos que intercambiamos, las cintas que nos grabamos.

Mi hermana pequeña, Raquel, escuchándome tocar la guitarra y haciéndome compañía en ese feliz momento en que ponía un disco que acababa de comprar. Mi viejo pasándome una cinta de casete con el concierto íntegro de Paco Ibáñez en el Olympia que había grabado la noche anterior en Cadena Dial (¡!). Juan en su habitación de la residencia Ikasle, en la ciudad de los Eskorbuto, enseñándome cada uno de los párrafos de Kamikaze que escondía su colección de CDs de rap. Xabi sacando de la caja su único CD de Bob Marley (con la versión buena de ‘Mellow Mood’ como corte inaugural) y farfullando nosequé de los Faith No More. Manu explicando el sentido de cada cambio de guitarra y cada solo de un concierto de Led Zeppelin que le habían pasado en VHS, durante una noche loca en el Bilbao de Iñaki Azkuna. Illán conduciendo su ya difunto Lobocarro por una carretera perdida de La Rioja, retándome a descubrir el músico que se esconde detrás de la letra de ‘Si la tocas otra vez’, clásico imprescindible de los Platero y tú. Vicente enseñándome carretes de fotos mientras me graba una cinta con cortes selectos de su colección de vinilos de rock’n roll (y otras drogas) en la casa de su madre, en Valladolid, y escribiendo en la caratula, “escuchar a volumen intenso”. Chuchi y Abelete recibiéndome en su piso de la Rondilla absolutamente yonquis de reggae y de dancehall, diciendo muy fuerte que tengo que escuchar esto y lo otro. Konguito entregándome un CD-R de Verbatim con la palabra “ROCKERS” escrita en gruesas letras negras, como quien entrega un tesoro, y soltando un vehemente “tienes que ver esto”. Así, todo serio el cabrón. Luego entendí porqué.

El rocksteady, puro soul jamaicano registrado principalmente durante el año 1967, es lo que nos ocupa y sobre lo que llevo hablando todo este rato. Quizá esperabais pistas sobre la relación del género con los estilos que tocaban los negros norteamericanos o una descripción exhaustiva de sus pautas musicales, una enumeración de sus artistas… Sin embargo, uno lleva esto tan dentro esta movida que ya no sabe distinguir entre lo que pasó de verdad y lo que me he inventado, entre lo musical y lo emocional, entre el periodismo musical y el panfleto. Y puestos a hablar de rocksteady, me quedo con esto último. Porque, para mí, este ritmo ya es una extensión de la concepción que tengo del Amor (así escrito, en negrita y con mayúsculas): mi familia y mis amigos. Y porque, para qué nos vamos a engañar, la mayoría de datos y recuerdos que han llegado hasta nuestros días sobre aquella época dorada no son más que muchos relatos mayormente ficticios de lo que pudo haber ocurrido cualquier día caliente del Kingston de 1967.

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33 Bond Street, Kingston, en la actualidad.

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Interior de los estudios de Treasure Isle en algún momento de los 70. Sentado a los mandos, Errol Brown.

A Day In The Life (Kingston, 1967) Ficción

Duke Reid y su mujer, la duquesa Lucille, han abierto puntuales su tienda de licores de Bond Street. Es una mañana soleada en Kingston y, mientras la calle todavía aguarda el bullicio del medio día, una cuadrilla de gaviotas picotea restos de comida en un contenedor de basura. No muy lejos de allí, suena alguna canción bonita. Su melodía se esparce por esa parte de la ciudad y en el aire flota una brisa cargada de olor a curry y sal marina. Duke Reid observa la escena en la puerta de su negocio. Se quita su elegante gorra con la misma elegancia que un sheriff se retira su sombrero y se limpia el sudor de la cabeza con un pañuelo que saca expresamente del bolsillo de su pantalón. Para atrapar el pedazo de tela, su mano ha tenido que sortear el revólver del calibre 45 que le cuelga del cinturón. Duke Reid tiene 52 años y siempre va armado. No es un sheriff del Oeste americano ni, por supuesto, un duque. Pero posee un rancho. El establo con mejor música de todo Kingston. Su nombre es Treasure Isle. Pero no la licorería, que también se llama así. Sino el pequeño estudio con paredes de madera que hay construido sobre ella. Nadie ha visto jamás bailar al Duque, pero él piensa que ha escuchado más música que nadie y bien sabe que ahí están pasando cosas importantes.

Calle abajo se acerca Lynn Taitt y, desprovisto de ese bulto ondulado que siempre cuelga de su mano, es fácil adivinar que viene a por su guitarra. Ayer fue domingo y, como todos los días del Señor, hubo maratoniana sesión de grabación en el rancho del Duque. Probablemente, Lynn bebió unos cuantos rones blancos durante la sesión y acabó dejando su Hoffner roja en el estudio. Ahora la necesita para tocar en una sesión en Federal, en WIRL o en el estudio que Joe Gibbs acaba de construir en su tienda de Beeson Street. Quién sabe, Lynn trabaja para casi todos los estudios de la ciudad. Pasa el día de aquí para allá y, por eso, siempre va con prisas.

Absorto en sus fantasías de dominio mundial, el Duque advierte la presencia del guitarrista solo cuando lo tiene enfrente de sus ojos. No comprende  nada de lo que dice, porque Lynn es de Trinidad, vino a Jamaica hace solo cinco años y el Duque no se molesta en poner algo de atención para descifrar su acento. Pero entiende “guitarra” y, justo cuando el larguísimo dedo índice del músico señala hacia la parte alta de su licorería, advierte unos golpes. “PUM-PUM-PUM”. Vienen directamente de allí, de la cabaña de madera donde se crea la magia. “PUM-PUM-PUM”. El duque, mosqueado, desenfunda su revólver y arquea sus fofas piernas como si fuera un cowboy a punto de batirse en duelo. Lynn Taitt levanta las cejas y da dos pasos para atrás con cara de susto.

“¿Qué cojones es eso?”.

El Duque alcanza de un salto las escaleras que llevan al estudio y sube los peldaños de tres en tres. Le sigue Lynn Taitt, y una voz al otro lado de las paredes de madera descubre por fin el misterio.

“¡Sacadme de aquí!”.

“¡Es Alton!”, comenta Lynn con la esperanza de que la pistola del Duque regrese a su funda.

“Qué cojones…”. El Duque cuelga la pistola en el cinto, saca las llaves del bolsillo y abre la puerta.

“Tío, Duque, me has vuelto a dejar encerrado. Pearl tiene que estar furiosa. Esa mujer me va a matar”.

Alton Ellis tiene 29 años y está en la cima de su carrera. Pasa con muchos artistas en esa edad. Hay un embrujo que los atrapa y los convierte en creadores absolutamente geniales. Alton tal vez no lo sabe, pero se encuentra precisamente en ese momento dulce. Por eso, Duke Reid y su rival Coxsone Dodd se pelean por sus servicios y las muchachas suspiran cuando le ven sobre el escenario. Muchos dirían que su entrega es tal y su voz tan preciosa, que muchas de ellas entran directamente en un estado orgásmico cuando le oyen cantar. Alton es un héroe nacional. El jamaicano más popular del momento. Sin embargo, ahora mismo es un guiñapo sudoroso que necesita una ducha y un buen afeitado. Es un hombre con dos problemas. La primera, su obsesión con la música y con ese lugar, el pequeño estudio de madera de Treasure Isle. Muchos días, al terminar una sesión, le gustar quedarse allí esperando la inspiración y, muchas noches, acaba dormido y encerrado. Algo que ya le pasaba en la infancia, cuando el sueño le llegaba sentado en el piano familiar y acababa con la cara pegada al incómodo almohadón de sus teclas. Su segundo problema se llama Pearl, su esposa. Una negra con un trasero enorme a la que sus amigos han apodado “Money”. La primera razón de sus desvelos, su furia y sus composiciones más brillantes. Alton se siente sucio y hecho polvo, sabe que le espera una discusión al llegar a casa y por eso baja las escaleras, desde el estudio a la calle, con la misma agilidad que las ha subido su patrón. Una vez sus pies tocan el polvo de Bond Street, el héroe nacional echa a correr calle arriba, con la esperanza de que Pearl todavía no haya declarado una guerra en casa.

Mientras tanto, en la esquina de Charles Street con Luke Lane.

Prince Buster: “Tío, ¿has visto eso?”.

Lee Perry: “¿Qué eso?”.

PB: “Era Alton Ellis corriendo por la calle como si le persiguiera un león por la sabana, tío”.

LP: “Oh sí, Alton es mi amigo. Muy rápido. Buen atleta, sí. El hermano Alton es un gran cantante. Deberías grabarlo, tío”.

PB: “No, tío. Demasiado terciopelo. Quiero que pienses en el rugido del león. ¿Sabes? Como el que sale antes de las películas”.

LP: “Sí, tío. WRARARRARAARRARARRAWAWRERRRR….”.

PB: “Sí, eso, exacto. Pues vamos a hacer algo así. Vamos a grabar algo así”.

LP: “Lo tengo pensado, tío. Sí. Los leones son los jueces, tío. Son los que juzgan la ley de esta selva. Pero no te estoy hablando de un juez cualquiera, hermano. El juez león. Síííí. El juez león de Etiopía, tío. Porque esto es la selva, hermano. ¿Casa? No tenemos casa. La jungla es nuestra casa. Y tú eres Cecil Prince Buster, la Voz del Pueblo, Príncipe y Rey de la Jungla, hermano. Tú serás el juez, hablarás a los habitantes de esta ciénaga, y castigarás a sus miembros más díscolos. Sí, hermano. Habrá latigazos y todo. Tú serás el Juez Dread y su voz será la del león. Oh sí, tío. Ya lo tenía todo pensado”.

PB: “Cuéntame más”.

LP: “Tío, tú solo tienes que rugir. Ya sabes cómo se hace. Pero esta vez rugirás más fuerte y apuntarás a los pobres bichos que vas a condenar con tu dedo inquisidor. Les mandarás 400 años a la cárcel. Ellos te pedirán clemencia, tío. Van a arrodillarse y a llorar, hermano. Van a llorar como niños. Jajajaja. Las lágrimas del cocodrilo. Tú serás el león y juzgarás a los cocodrilos, y con sus lágrimas limpiarán la ciénaga. Sí tío, va a ser un éxito del copón”.

PB: “Eh tío, ¿has visto eso?”.

LP: “¿Qué dices tío?”

PB: “Ese taxi. Jackie Mittoo iba en ese taxi, maldita sea”.

LP: “Jackie no es tan buen atleta como Alton”.

PB: “No me extrañaría que Coxsone estuviera mandado espías. Nos han visto aquí parados y Coxsone ya está mandando sus pequeños peones para ver qué se cuece. Vámonos de aquí tío, te invito a un café. ¿Cómo decías que se llamaba ese juez?”.

LP: “Espera un momento. Jackie Mittoo me debe 5 libras tío, estoy seguro. ¿Qué taxi era?”.

PB: “Acaba de pasar, tío. Pero no me extrañaría que volviéramos a verle dentro de un rato”.

Jackie Mittoo solo tiene 17 años. Es tan joven que, hace no demasiado, llegaba a Studio One vestido con el uniforme de su escuela. Pero Jackie ya ha tocado ante audiencias histéricas con los Skatalites, sabe lo que es beberse las noches de Kingston de un trago y también que, cuando se sienta  frente a las teclas negras y blancas de su instrumento, los que le rodean le contemplan boquiabiertos, con los ojos de los que observan a un genio. La misma mirada que le dedica el taxista, que le ha reconocido en el mismo momento en que  subió al vehículo acompañado por dos muchachos que huelen a alcohol tanto como él.

“¿A dónde dicen que les tenía que llevar?”, el taxista debe tener más años que los tres chavales juntos, pero está nervioso como una colegiala.

“13 de Brentford Road, tío”, responde Mittoo desde la parte trasera del coche. “Studio One, tío. ¿No lo conoces?”

“Sí, señor. Por supuesto”.

Jackie Mittoo solo tiene 17 años y es un genio. Por eso, Sir Coxsone le ha nombrado arreglista jefe de su estudio y jefe de su banda. Algunas malas lenguas dicen que la verdadera razón del nombramiento se debe, en realidad, a que Sir Coxsone es un avaro y no está dispuesto a pagar lo que piden otros arreglistas con más experiencia. Pero Jackie acaba de enseñar a tocar el bajo a Leroy Sibbles y tiene la cabeza llena de melodías, se ha subido dos cantantes en el taxi y cree que el futuro de la isla depende de los artistas que lleve ante su patrón y, por supuesto, de los ágiles movimientos de sus dedos sobre el teclado.

“¿Crees que Sir Coxsone tendrá tiempo para la audición?”, pregunta uno de sus acompañantes. Se llama George Murphy, pero en el barrio le conocen como Clive. El amigo que se sienta a su izquierda es Maurice Johnson, “Professor” para los amigos.

“Tío, la audición ya ha empezado. ¿Cómo decís que os llamáis?”.

“Clive y Proffesor”, responde Murphy.

“No, joder. No vosotros. Vuestro grupo”.

“Ah, somos The Tennors Twins”, contesta Johnson, que permanecía callado y con la garganta anudada por los nervios.

“Pues podéis empezar cuando queráis”.

Murphy y Johnson se miran con cara de pasmo y sin entender demasiado bien qué se espera de ellos. El taxista, muy pendiente de lo que ocurre en la parte de atrás de su vehículo a través del espejo retrovisor, se da cuenta que está a punto de atropellar a un viandante y pega un volantazo.

“Jooooder”, salta Jackie. “Tío, solo quedan un par de manzanas y queremos llegar vivos. ¿Qué coño haces? Y vosotros, ¿a qué esperáis?”.

Vuelven las caras de incredulidad.

“Cantad, joder. Tranquilos. Estoy seguro de que habéis cantado la canción un millón de veces. Si sale bien, bajaréis del taxi conmigo y nos tomaremos una cerveza en Studio One a la salud de Coxsone. Si no, os volveréis directamente a casa. ¿No queréis probar siquiera?”.

“¿Quieres que hagamos la audición en un taxi?”, la pareja de amigos está abrumada, pero la mirada del capo Mittoo no deja ninguna duda. Está esperando escuchar sus voces. En ese mismo taxi, a solo unos metros del cielo, Studio One, la casa discográfica más grande de toda la isla. Así que Clive suelta un “alright” y chasquea los dedos marcando el ritmo.

“Un-dos. Un-dos-tres”.

Y arranca la voz de Johnson, dulce e inesperada.

“Feel no pain,
I’ll be back again,
Have no fear,
I’ll be right there”

Proffesor ha clavado la primera estrofa y, con los nervios ya olvidados, también borda la segunda. Cuando llega el momento del estribillo, las voces de los dos amigos hacen un par de maniobras que Mittoo considera fabulosas. El conductor dobla una esquina y, quién lo diría, es el más consciente de que allí, en su taxi destartalado, se está viviendo un momento histórico. ‘Pressure & Slide’, la canción que The Tennors han escogido para su audición con Jackie Mittoo, será su primer disco y, por el camino, el single más vendido de todo el año 1967 en Jamaica.

Cuando la pareja termina su tema, ambos saben que la prueba está superada. Jackie Mittoo dibuja una mirada aseverativa y se frota las manos pensando en los discos que grabará con esa pareja. “Espero que Coxsone tenga cerveza bien fría”, dice por fin el teclista. El trayecto llega a su fin y todavía no ha llegado el mediodía. En la puerta del número 13 de Brentford Road, varios niños alzan sus voces esperando que Sir Coxsone les escuche desde su castillo. Una mujer vende fruta en el suelo. Bobby Ellis apura un cigarrillo de marihuana y sujeta la funda de su trompeta. Qué bonita mañana, piensa Mittoo. Podría ser cualquier otro día de 1967 en la capital de Jamaica y, no sabe si es por la canción que acaba de escuchar, por la cerveza fría que se va a beber o porque, al fin y al cabo, ya está un poco ebrio; pero, ahora sí, sabe que acaba de vivir un viaje importante.

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Prince Buster, «La Voz Del Pueblo», buscando rocksteadys del corazón, en esta portada del segundo volumen de imprescindibles recopilatorios de oldies jamaicanos publicados por el sello japonés Rock-A-Shacka.

 

9 rocksteadys que devolvió la marea:

La única cosa que me flipa más que las historias de los protagonistas del rocksteady es el inabarcable cancionero que dejó el estilo. Prácticamente inexplicable si tenemos en cuenta el corto periodo de tiempo que duró, poco más de un año, y las dimensiones diminutas de la escena jamaiquina. Uno puede pasarse años escarbando en los polvorientos caminos del Kingston de 1967 e, irremediablemente, siempre quedarán canciones por descubrir. En esta lista de Spotify incluí las ciento y pico mejores canciones que pude encontrar del género tras un par de años de intensa búsqueda. Aquí van otras nueve que se habían quedado en el tintero.

 

 1 Slim Smith – You Lied To Me (Pruducción: Bunny Lee)

Seguro que todos recordáis aquel capítulo de los Simpsons en que Bart se enamora de Laura Powers, esa chavala tan molona que acababa de llegar al vecindario de Evergreen Terrace junto a su madre divorciada. Laura tenía unos años más que Bart (los suficientes como para ser su canguro) y, por supuesto, no estaba para nada interesada en él. Como es natural, a ella le iban los malotes como el imbécil de Jimbo Jones. Circunstancia que, al llegar a oídos del primogénito de los Simpsons, iba a propiciar una de las escenas oníricas más maravillosas jamás puestas en una pantalla (grande o pequeña). Ya saben, aquella secuencia ubicada en la cabaña del árbol en la que Laura introduce su mano en el pecho de Bart, arranca su pequeño corazón de cuajo y lo patea inmisericordemente contra la pared de la cabaña. “Ya no vas a necesitar esto”, le acaba diciendo. Frase que valía para su corazón de niño de nueve años resbalando por la madera y enterrado finalmente en la papelera (entre pañuelos de celulosa llenos de mocos y pieles de plátano) y también para su inocencia, herida y pisoteada.

Como Bart Simpson en aquel capítulo, Slim Smith también debía andar con el corazón hueco el día que grabó ‘You Lied To Me’. Todos conocemos de sobra la dolorosa sensación que esos 30 segundos de dibujos animados plasman en imágenes de forma tan brutal, y todos hemos estado en las botas de Slim, en ésta y muchas otras de sus canciones. Keith Smith, apodado “el flaco”, era de esa estirpe de cantantes que parecen haber vivido cada historia que cuentan, que parecen llevar tatuado cada verso en el estómago. ‘You Lied To Me’, joya del rocksteady más minimalista, retrata el dolor de un palo sentimental con la misma crudeza que la imagen de la mano que hurga en el pecho de un niño y de ese pié que patea su pequeño corazón.

En esta maravilla, el productor Bunny Lee pone sobre el plástico un riddim casi desnudo. El bajo, la batería, una guitarra que dibuja skanks que caen pesados como el plomo y otra que realiza los pertinentes pickings. Aunque paseó por las instrumentales más célebres de la era, Slim Smith no necesitaba bases musicales extraordinarias. Él era extraordinario y, en esta canción, su voz lo hace absolutamente todo. Escuchar el llanto de versos como “after all the things I’ve done for you” es una de esas experiencias que los melómanos más románticos vivimos con intensidad. Vaya que sí. Slim cantó sobre la pena, el desencanto romántico y la ruina personal. Lo hizo desde lo más profundo del pozo del rocksteady. Buscadlo en solitario y junto a The Uniques, y escuchad ‘Love & Devotion’, ‘Lessons Of Love’, ‘Never Let Go’, sus versiones de los Impresions, las de la Motown, sus duetos con Doreen y Norma, ‘Turning Point’, ‘There Comes A Time’, ‘Please Stay’… Murió a los 26, pero su cancionero abarca toda una vida.

 2 Winston Jarret & The Righteous Flames – You Don’t Know (AKA Meaning Of Love) (Prod: Prince Buster)

Descubierta en la recopilación pirata ‘Run For Cover: 27 Killing Rocksteady Shots’, ‘You Don’t Know’ es una canción que consiguió obsesionarme por muchas razones. La principal, evidentemente, fue la música que escondía: su infecciosa línea de bajo apoyada en el picking de una guitarra y un gozoso piano saltarín, sus arreglos de vientos y la ejecución vocal de Winston Jarret y el resto de los Flames. En los huecos de ese síncope marcado a fuego sobre el riddim, Jarret dedica su cante a una muchacha que no sabe el significado real del amor porque, maldita sea, nadie la ha besado con anterioridad. Y, aunque él trató de explicarlo, ella se marchó por la puerta. Jarret canta: “de lado a lado, me enamoré de ti; palabra tras palabra, no me resultó difícil”. La manera en que sus acompañantes vocales recogen el final de los versos es uno de esos motivos para abrir la ventana cada día al despertarse y gritar con fuerzas un positivo “que te jodan” al mundo.

Durante meses canté apasionado esta canción en mi vehículo cada vez que la caprichosa reproducción aleatoria decidía que había llegado otra vez su momento. Muchas veces, pulsaba retroceso y volvía a escucharla. Por si acaso la primera vez no la hubiera disfrutado lo suficiente. Un día, me llegó el momento de saber más sobre ella y todo lo que encontré fue una gran incógnita que tardé meses en despejar. Cuando la incluí en mi lista de primeras 100 canciones favoritas de rocksteady, su título venía acompañado de un molesto signo de interrogación en el lugar que debía ocupar el nombre de su productor. Al final,  ironías de Jamaica, resultó que The Righteous Flames había registrado dos versiones de este mismo tema. Entre las paredes de Studio One, Jackie Mittoo y los Soul Vendors habían tejido una versión templada de órganos estridentes. Pero la que a mí me había enamorado llevaba el sello de Prince Buster, el genio que nos trae la siguiente entrada de canciones que devolvió la marea. Una pena que nadie ha conseguido reeditarla en vinilo de siete pulgadas. Porque, tras despejar la incógnita del productor, ya solo me queda escuchar la canción limpia de polvo y paja y, qué demonios, poseerla.

 3 Prince Buster – Let’s Go To The Dance (Prod. Prince Buster)

Un amigo me enseñó que por mucho que se alabe a Prince Buster, uno siempre tiende a quedarse corto. Y, aunque es de Bilbao, mi amigo no exageraba ni una pizca. Buster es una figura que encarna todo lo que tenía de superlativo la Jamaica de los años 60: el estilazo, los robos (en ambos sentidos, el literal y el artístico), la versatilidad casi camaleónica para acumular roles y talentos, el frenético ritmo creativo… Todos estos factores estaban potenciados hasta el infinito en aquella escena musical y Prince Buster personificaba cada uno de ellos. Aquí nos quedamos con el último de los mencionados, el del ritmo creativo. Como productor e intérprete, Buster realizó uno de los mayores y más sobresalientes esfuerzos prolíficos a los que un amante de la música puede hacer frente. Entre finales de los años 50 y principios de los 70, Cecil Campbell configuró un cancionero desbordante en cuanto a calidad y extensión. La competencia le acusaba de saturar el mercado. Lo que no deja de ser excepcional en un país y una época en que los estudios grababan decenas de canciones nuevas y potencialmente comerciales cada semana.

Sin embargo, lo más importante de la ecuación Buster fue el universo que estableció alrededor de su discografía. Como productor, fue el pionero en registrar muestras de la expresión musical de la religión rastafari en la muy popular ‘Oh Carolina’, un hito a todas luces. También, pisó los albores del dub con ‘The Message’, un disco casi olvidado que debería reivindicarse como joya de lo jamaicano. Pero con el micrófono en la mano fue, ni más ni menos, la “voz del pueblo”. En el original inglés, ‘The Voice Of The People’, el nombre de su sound system y el suyo propio (no se sabe muy bien si por bautizo popular o auto imposición), un título que le sienta tan acertado como a Michael Jackson el guante de diamantes de Billie Jean. Porque Prince Buster fue muchas cosas en sus canciones: predicador, juez, agitador, humorista, socarrón profesional, romántico empedernido, perdedor divertido, músico, boxeador… Los vasos comunicantes de su larguísima obra son múltiples y procelosos, pero todos están interconectados por dos ejes principales, él mismo y la gente de Jamaica (la voz y el pueblo). Si tenemos en cuenta que otra de las obsesiones esenciales de esta escena es la capacidad para retratar su lugar de procedencia, el gueto, podremos apuntar otro tanto superlativo para el Príncipe. Fuera decisión suya o de las gentes de Jamaica llamarse así, lo de “la voz” no le iba nada descaminado. Definitivamente, él fue la voz de la Jamaica de los 60; tan representativa como en España, tristemente, lo era la del tío del No-Do. No era el mejor vocalista ni de lejos, pero su carisma era insuperable.

Su obra del rocksteady ha llegado a nuestros días a duras penas. Gracias a un puñado de recopilatorios muy escasos y a vídeos de Youtube colgados por algunos melómanos buenos. La frustrante escasez de antologías complica el estudio, pero hay una cosa que tengo clara. Mis piezas rocksteady favoritas del rompecabezas Buster son el tridente romántico que conforman ‘Dark End Of The Street’, ‘Nothing Takes The Place Of You’ y ‘Let’s Go To The Dance’. Las tres hablan de situaciones en las que muchos nos hemos visto envueltos, de pellizcos en la tripa, de la mezcla de excitación y melancolía que produce el romance prohibido, la desnudez de las calles cuando llega la noche y paseamos al lado de esa persona. En la preciosa ‘Let’s Go To The Dance’, Prince nos cuenta que hay un baile esa noche, que tocarán rocksteady, que él tiene una chica y que significa mucho para él. Pero, según deja a entender, todo apunta a que alguien ha estado “bebiendo de su taza de té”. Maldita sea… La línea de bajo que carbura toda la canción es una de las más bonitas que jamás se han escrito en ritmo rocksteady, como lo son los chispazos de la guitarra de Lynn Taitt. Además, alguien sopla un trombón maravilloso y Prince suspende su voz en una onda sentimental de nerviosismo y amargura. No tenía la técnica de otros pero, insisto, nadie tenía su carisma. Era la voz de Jamaica. Porque eran tiempos duros para voces ásperas como la suya.

 4 The Viceroys – Love & Unity (Prod. Coxsone Dodd)

Tras ser rechazados por Duke Reid en una audición, The Viceroys llegaron a Studio One para demostrar que el rocksteady todavía no tenía suficientes tríos vocales masculinos. Aquello sucedía en el icónico 1967. Nada más sumarse a la disciplina de Studio One, el conjunto comandado por Wesley Tinglin registró, entre muchas otras, dos joyas que nos sirven para exponer dos señas de identidad esenciales de este ritmo dorado de la Jamaica del siglo XX. Por un lado estaba ‘Ya Ho’, clásica canción pirata que seguramente recordarán impresa en las páginas la genuina ‘Isla del Tesoro’ de Robert Louis Stevenson. Muy apropiada para representar esta escena artística de filibusteros y las aguas turquesas que la rodeaban. Tinglin resucitó la marca Viceroys en 2006 para registrar el álbum  de 2006 ‘Inna Di Yard’ y consiguió lo que parecía un imposible, registrar una versión mejorada de una canción que ya había sido grabada en un estudio jamaicano de los 60.

Por otro lado tenemos ‘Love & Unity’, que además de tener uno de los diálogos de bajo y piano más bonitos de aquellos días, sirve como muestra del filón de canciones sociales que abrió la llegada de los rude boys a las calles de Kingston. Aparte de resultar una escena de soul caribeño, el rocksteady fue la primera gran música de lucha jamaicana. El primer gran estilo que se fijó en los asuntos de la calle después de que, en los estertores del ska, las pandillas de jóvenes desclasados, criminales y violentos -los rude boys- comenzaron a hacerse notar en los barrios más pobres de Kingston. Tras el diálogo que se abrió en la música isleña por las andanzas de aquellos malhechores de barrio, el rocksteady también se empapó de las diferentes  temáticas que comprendían la música política que entonces se facturaba en los Estados Unidos. Esta no es el tema de política negra más conocido de la época, desde luego, pero nadie le puede negar su condición de himno imperecedero. Especialmente, porque canciones tan bonitas como esta dan verdadero sentido a esas dos palabras que lleva en el título.

 5 Roy Man – Crying Time (Prod: Bobby Aitken)

El ritmo que nos ocupa nació del impulso de una sociedad herida que renegó del falso optimismo que trajo la independencia. Por eso, en esta lista no podemos olvidarnos del llanto. Las lágrimas del pueblo jamaicano enjuagaron las letras de muchos de los compositores que trataron de capturar el zeitgeist del rocksteady. Las canciones que utilizaron la temática del llanto se cuentan por decenas: ‘Cry Tough’ de Alton Ellis, ‘I Don’t Want To See You Cry’ de Ken Boothe, ‘Cry No More For Me’ de Austin Faithful, ‘Echo (Feel Like Crying)’ de Dermott Lynch, ‘She Cried’ de The Gaylads, ‘Crying Crying Too’ de Hopeton Lewis, ‘Rock, Rock And Cry’ de Raving Ravers, ‘No Use To Cry’ y ‘Go And Cry’ de The Emotions, ‘You’ve Got To Cry’ de The Groovers, ‘Why Make Me Cry’ de The Renegades… Por solo nombrar algunas…

De camino a esa Rocksteady Revenge de Barañain por la que empezábamos este texto, mi colega Guille me regaló un precioso vinilo de siete pulgadas (y plástico azul) con dos rocksteadys de la factoría de Bobby Aitken en cada cara. Mr. Aitken, hermano del muy popular Laurel (Padrino no hay más que uno), conformó una de las bandas más desconocidas e infravaloradas de aquella época, The Carib Beats. Roy Man (apodo, con casi total seguridad, del genial Roy Shirley) protagonizó varios de sus más gozosos lanzamientos. Entre ellos, este ‘Crying Time’ que me trajo de vuelta la marea (y la generosidad de Guille). Un tema que, pese a adherirse a la temática amorosa, expone con pavorosa crudeza aquellas irreprimibles ganas de llorar de todo el pueblo jamaicano y que, además, cuenta con una de las orquestaciones más épicas y esplendorosas de este periodo. Desde ese teclado que hace de todo y su batería (más presente de lo normal en una canción del estilo), hasta las ráfagas de vientos apocalípticos que sirven de pausa a la soberbia interpretación del hombre Roy.

La estupendísima ‘You Won’t Regret It’ de Lloyd & Glen (mucho ojito con ese piano) y la selvática ‘One Way Street’, instrumental comandada por el musculado saxo tenor de Val Bennet, son otras dos joyas de la factoría de Aitken que no se deben dejar pasar.

 6 Joya Landis – I Love You True (Prod. Duke Reid)

Era uno de esos días de primavera en que está a punto de llover y el aire está cargado de electricidad. Si cierras los ojos casi puedes oírla. El sonido de la electroestática flotando bajo el cielo  gris del Valle del Dolor. Tenía esta canción en los cascos y quería bailar conmigo, como un niño pidiéndome jugar, como aquella bolsa de plástico de ‘American Beauty’ que mostraba la melancolía que se esconde bajo todas las cosas. Un corazón a punto de derrumbarse y toda la belleza del mundo expuesta ante nuestros ojos con tal vehemencia que resulta abrumadora. El viento del saxofón y una flauta que se convierten en huracán, pegan en mi cara y despeinan este afro fuera de control. La voz de Joya Landis señalando con el dedo índice a la parte izquierda del pecho y poniendo cara de circunstancias.

‘I Love You True’ es una brisa fresca de un día de primavera que nos pega en la cara. La prueba de que el amor no correspondido nos puede joder la vida y, por el camino, puede iluminar ese camino que el arte recorre en busca de la belleza desde el principio de los tiempos. En los dos minutos y medio de duración de este tema se desatan sendos tour de force: uno entre el saxofón y la voz de Joya, y otro entre la tristeza más absoluta y la belleza más abrumadora. Una bolsa de plástico que remonta las capas del aire hasta el techo de la ciudad y una chica que se marchó para no volver. La poesía hecha notas musicales.

 7 Bobby Ellis & The Crystalites – Step Softly

Pisa el ritmo suave, muy suave; como el mar se lo hizo a la orilla, ya tú sabes. Como Bobby Ellis y su banda en esta pieza descomunal de jazz caribeño. Bobby era un trompetista fantástico y, junto a The Crystalites (la banda de estudio de la empresa de Derrick Harriott), firmó un puñado de singles que se encuentran entre las instrumentales de jazz más recónditas y bonitas jamás registradas. Apunten ‘Alfred Hitchcock’, ‘The Emperor’, ‘Now We Know’, ‘Stormy Weather’… Aunque, para mi gusto, ninguna está a la altura de ésta.

Sin duda, una de las cosas que hacen del rocksteady una música tan alucinante es la cantidad de instrumentales bellas que contiene su discografía. Todas ellas, fruto del trabajo de las bandas de estudio que durante aquellos días brillantes domaron el ritmo. Lynn Taitt & The Jets, Tommy McCook & The Supersonics, Jackie Mittoo & The Soul Vendros, Bobby Aitken y sus Carib Beats

‘Step Softly’ es un fin de fiesta en toda regla. Toda la emoción que puedas contener el pecho resumida en unos intensísimos 3 minutos 40 segundos de metraje. Tiene algo de Don Drummond y otro algo de banda de vientos tocando en un paseo marítimo, soplando salitre en una noche templada de primavera, y también solos tremendos y un ritmo trepidante que hace que el corazón carbure un poco más acelerado que de costumbre. Como en un paseo de madrugada a su lado por la orilla del mar. Pisa suave. Hay canciones que esconden misterios que no pueden describirse con palabras, y esta es una de ellas. Bobby Ellis, por cierto, es el trompetista, alumno aventajado de las escuelas de Alpha Boys y Studio One. Otro de esos tíos enormes cuyos nombres deberemos recordar con insistencia de abuelo cebolleta a las generaciones venideras.

 8 Alton Ellis – ‘I’m Just A Guy’

Corrían los tiempos del rocksteady y este muchacho salido de Trench Town surfeaba la cresta de una ola de proporciones épicas. Como Usain Bolt llevándose otro oro a casa, Alton Ellis tenía a todos sus competidores sudando a sus espaldas. Cada canción era un nuevo puñal, un nuevo éxito. Hubo un tiempo en que las esperanzas de todo un país (de todo un pueblo, de toda una escena musical) estaban depositadas en sus cuerdas vocales. En el año 1967, Alton Ellis solo rozaba la treintena y tenía la isla del tesoro bajo sus zapatos. Alton fue padrino del rocksteady con su clásico ‘Rock Steady’, la mayor estrella de la isla en aquellos días brillantes y, en lo estrictamente personal, sería un ingrato si no apuntara que vino al rescate cuando más lo necesitaba. Su LP con éxitos de Treasure Isle, ‘Mr Soul Of Jamaica’, es de las cosas más bonitas que he escuchado en mi vida y, también, el trampolín desde el que me lancé de lleno a esta piscina. Mientras que ‘Sings Rock & Soul’, su primer álbum, grabado en Studio One en 1967, será para siempre uno de mis discos favoritas. Ahí aparecen ésta (que da el pistoletazo de salida), ‘So Much Love’, ‘I’m Still In Love’ y ‘Never Love Again’. Cuatro de las canciones más bonitas y más duras jamás compuestas pensando en una misma persona. Su querida y odiada Pearl. Escuchando ‘I’m Just A Guy’ me acuerdo siempre de Baxter, el protagonista de la superior ‘El Apartamento’, y de todas las buenas almas que alguna vez se enamoraron de la persona equivocada. Durante mucho tiempo, esta canción pasó desapercibida. El día que la miré con otros ojos, se quedó a mi lado para siempre.

9 Delroy Wilson – ‘Riding For A Fall’

Cabalga a ritmo de ska ralentizado y, probablemente, se grabó antes de que el rocksteady tuviera identidad propia. Pero, por lo que a mí respecta, se adscribe completamente a este segundo género de la cosa jamaicana. Es la última canción de aquella época que vino para quedarse y tiene tantas implicaciones sentimentales presentes que me resisto a hablar demasiado de ella.

Delroy Wilson fue la primera gran estrella infantil jamaicana, insigne discípulo de Studio One. Aquí, ya se había convertido en todo un hombre. Los arreglos que le acompañan -guitarra, piano, trombón- son sencillamente geniales. Más soul que el soul mismo. Y, ya os digo, lo acabarían llamando rocksteady.

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Ezquiel «Rudy García», con camiseta de Gracita Morales, junto al insigne Leonard Dillon -The Ethiopians-.

 

Rocksteady Revenge 2: Unidad

Ezequiel es un riojano como una viga de grande y más majo que el riojano más majo que hayáis conocido nunca. Cuando uno le ve empuñando una guitarra en el escenario, uno se lo puede imaginar dando vueltas en una scooter por Londres. Pero en las distancias cortas, no resulta nada difícil imaginarlo haciendo cosas de riojano, como embaularse un chuletón de una sentada (con su correspondiente botella de vino) o soltando un bello y castizo “sí, por los cojones”. He coincidido con él cuatro veces, pero le tengo mucho aprecio y, por supuesto, le admiro un montón. Ezequiel tiene 46 años y lleva desde los 17 años escuchando, recopilando e investigando la música jamaicana. Es uno de los más ilustres y más grandes hermanos numerarios que yo haya conocido en esta secta ibérico jamaicana de la que algunos nos sentimos parte. Solo basta decir que Ezequiel empezó a tocar reggae  cuando se marchó a Barcelona a la universidad y, entonces, ya militó en los históricos Dr. Calypso. Unos años después, iba a ser la cabeza pensante de los Starlites, un grupo tan mítico que inauguró el catálogo de Brixton Records allá por 1999 con el EP titulado ‘Rock Steady Explosion’. Ahora Ezequiel forma parte de Los Corquettes, otra banda que intenta recrear los sonidos jamaicanos de aquellos años, y pincha trocitos seleccionados de su colección de discos en bares y fiestas. Por esa razón -compartíamos cabina- tuve la oportunidad de conocerle en Barañain, en la primera edición de la Rocksteady Revenge. Los caminos de la pasión jamaiquina son fácilmente escrutables y supongo que tarde o temprano teníamos que coincidir en alguna liada.

Volví a ver a Ezequiel en Valladolid, donde había venido a pasar unos días con su chica, sentado en una terraza frente a la preciosa iglesia de la Antigua y, justo después de enfundarme un abrazo, me regaló una mixtape titulada “A little bit more of Jamaican Music”. Un CD con maravillosas notas manuscritas y una selección de canciones de su colección de discos. Un buen puñado de skas, rocksteadys y reggaes tempranos que no conocía para nada. Entre ellos, ‘You’re Adorable’ de Alton Ellis, una canción que no me voy a cansar de escuchar y que me va a hacer amar más desaforadamente si cabe al cantante de Trench Town. Cuando me pasa el CD con una sonrisa de oreja a oreja, Ezequiel y yo apenas hemos cruzado unas palabras, nos llevamos casi tres lustros y venimos de ciudades diferentes. Pero es fácil reconocer a aquellos con los que compartes adicción. La nuestra es la música jamaicana, y muchas de nuestras conversaciones versarán los siguientes días sobre ella. Pero no todas, claro. Porque si de algo me ha servido conocer a gente que escucha la misma música que yo es para comprobar que, al final, los que llevamos el hábito compartimos muchas cosas casi sin quererlo.

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Canciones bonitas.

Por supuesto, durante aquellos días llevé a Ezequiel al Babalá, el bar jamaicano de Valladolid. El Babalá es mi casa. Nuestra casa. Y enseguida nos encontramos cómodos escuchando canciones del rollo, hablando sobre ellas y bajando pintas de Bavaria. Con la euforia del alcohol y la sucesión de temazos que nos pinchaba Sergio, anfitrión del Babalá, pronto me salió la vena de periodista capullo y pregunté a Ezequiel qué géneros y qué estudios jamaicanos disfrutaba más, como si fuera fácil elegir entre mamá, papá y los otros siete papás postizos. “Tío, a mí lo que me gustan son las canciones bonitas”, simplificó Ezequiel. Y, como a veces sucede con las cosas que nos parecen importantes, esas palabras se me quedaron marcadas. Me recordaron a algo que Iñaki “Basque Dub Fundation” Iñárritu me había comentado tiempo atrás en una conversación por internet sobre los géneros jamaicanos. Según me explicó, un día estaba trabajando con Leroy Sibbles de los Heptones (casi nada) y, tal y como hubiera hecho cualquier reggaelari, no desperdició la oportunidad de hacerle la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez.  ¿Es ‘On Top’, el segundo álbum de la banda, un disco de rocksteady o de reggae? El maestro Sibbles, como mi amigo riojano, respondió con simpleza y sabiduría: “It’s just good music, man”. Simplemente canciones bonitas.

En los últimos cuatro o cinco años, el rocksteady ha sido una parte muy importante de mi vida. Su estudio me ha causado agradables desvelos y  su escucha me ha proporcionado numerosas sensaciones, todas ellas positivas y agradables. Hinchado de ego, he teorizado mucho sobre esa música. He escrito y soltado por la boca mucha afirmación categórica. Y, siempre sin quererlo, he contado muchas mentiras. Por eso que contábamos en el anterior capítulo sobre el estudio de la música jamaicana (que hay muchas versiones de las mismas historias) y también porque es imposible establecer teorías, apuntar fechas y segregar canciones y estilos sin incurrir en pecados mortales como es el de tratar de simplificar algo enorme,  que no conoces de primera mano, una movida que formó parte de la identidad de un pueblo de la que nunca formaste parte.

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La historia de la música jamaicana y, por extensión, negra del siglo XX está siendo escrita por americanos y europeos blancos desde el principio de los tiempos. Creo firmemente en la necesidad del periodismo musical, en la importancia de documentar, establecer cánones y reivindicar por escrito viejos artistas y viejas canciones. Pero nunca hagan mucho caso de nada que lean sobre las viejas escenas de raíz negra. La mayoría de lo que se cuenta sobre ellas siempre incurre (e incurrirá) en el delito de relativizar lo que no se cuenta a través de los fríos datos. Como los nervios del cantante de 15 años que recibe un empujón hasta el escenario y que tiene que convencer a una audiencia que no va a tener reparos en abuchearle. O lo que sintió aquella chica al pinchar aquel disco de Dawn Penn que acababa de comprar en una tienda de Orange Street. Ese disco puede tener ahora un precio en Ebay. Entre 15 y 5.000 libras esterlinas. Puede catalogarse como rocksteady, producción de Bunny Lee, registrado en 1967 en los estudios WIRL, orquestado por Lynn Taitt & The Jets… Pero nadie podrá comprar ni explicar la sensación que tuvo al ponerlo por primera vez en el gramófono de su casa, y nadie podrá jamás documentar y narrar todos los misterios y significados que esconde.

Como buen género negro, el rocksteady posee suficiente identidad como para resistir los envites del tiempo y mantenerse siempre vigente. En esa vigencia nos encontramos todos los que la amamos desaforadamente. Y las fiestas y conciertos que a día de hoy se organizan en su nombre por todos los rincones del mundo son la excusa para encontrarnos y hacer manada. También para comprobar, por supuesto, lo fácil que es identificarse y entablar amistad con los que comparten tu adicción. Vengan de donde vengan. Hayan nacido donde hayan nacido.

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Ken «Mr. Rocksteady» Boothe.

Sobre esa capacidad que tiene la música de unir a gentes de diferentes latitudes y generaciones nos ilustró Ken Boothe, Mr Rocksteady en persona, tras el concierto que nos regaló en el festival La Concha Reggae. Allí, sentados en la mesa de Radio Rasta, este artículo se terminó de escribir sin quererlo. Ya había escrito sobre mis amigos y ese poder socializador que posee la música, pero faltaba un buen remate; ese final que hila todo lo expuesto y sirve como premio al lector que ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí (el Word ya me cuenta 17 páginas).

Pues bien, haciendo caso omiso de nuestras preguntas, Ken nos regaló la conclusión después de maravillarse con la juventud de mi amigo Dodo, que estaba sentado a su derecha con una gran sonrisa mientras hacía las veces de traductor. “¡Pero qué joven eres!”, le decía el bueno de Ken. Y ahí nos estaba ganando a todos, como ya lo había hecho con las canciones que grabó hace casi medio siglo, como aquella noche sobre las tablas de La Concha, pegando brincos y dejando una interpretación de ‘The Girl I Left Behind’ que nunca me podré sacudir de encima.

“Después de 52 años en la carretera he comprendido que la música no tiene edad, ni color”, se arrancó Ken ante los atentos micrófonos de Radio Rasta. “Gracias a ella estamos sentados en esta mesa, vosotros que sois más jóvenes y yo que no lo soy tanto. La música hace que se unan gente de diferentes razas. La música nos hace estar juntos. Yo creo en la gente. Y la música es amor”.  Ken estaba respondiendo a una pregunta que nadie había formulado, pero que era la solución misma de esta ecuación. Los jamaicanos jamás hubieran corrido tan rápido si su música no hubiera tenido el poder que posee para unir a la gente, para hacerla partícipe de una misma cosa. Llamadlo empatía, identidad, arte… Amor y Unidad. Yo lo llamo la razón misma de que existan este mismo texto y esta misma página que lo alberga. Porque esta música llegó de un tiempo y un lugar remotos un día de principios del siglo XXI a nuestro piso de estudiantes de Bilbao, como en otras circunstancias parecidas os ha llegado a muchos de vosotros. Y ahí estábamos mi amigo Iosu y yo, como seguramente vosotros hayáis estado al lado de un colega, descubriendo nombres y conceptos como el que alcanza la costa de una tierra virgen y remota. Luego vinieron la obsesión y las canciones que sonaban en bucle. Más tarde, las fiestas para celebrar los viejos ritmos, la unión. Y, por último, el mismísimo Mr Rocksteady, agarrándome del corazón en un escenario en Cantabria, la tierra de mis padres y mis abuelos. Lleva 52 años en la carretera y cree en la gente, y la música para él es amor. Y unidad. Y canciones bonitas, como las suyas. Al final, esa era la solución más sencilla y acertada de la incógnita rocksteady. Las canciones bonitas. Sin ellas, ninguno de nosotros hubiera estado aquel día allí.

Texto por Lutxo.

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